'Hasta un androide puede llorar'. Fijaos bien en la frase, ¿eh? Una memez como un piano. ¿Cómo demonios puede llorar un androide? Y lo que es más importante, ¿qué cojones llora? Pues en los cómics Marvel, lágrimas. Y tira que va.
Tal vez es la línea de diálogo más recordada de los tebeos de 'Los Vengadores'. Con razón, claro. Encierra el espíritu puro del libro de estilo de la casa. Melodramática, grandilocuente y, por supuesto, ridícula. No sé si es la piedra sobre la cual Joss Whedon ha edificado su particular iglesia marvelita cinematográfica (en la peli ni siquiera aparece la Visión, el personaje que la pronuncia), pero al menos lo parece. La obra de Whedon traslada a la pantalla el concepto de los annuals, uno de esos números especiales de la serie dedicado a ofrecer aventuras autoconclusivas, por norma general espectaculares y pantagruélicas, llenas de tortazos a lo bestia, humor tontorrón y épica de colorines. Como no podía ser de otro modo.
Una orquesta engrasadísima ofrece una sinfonía superheroica como jamás se ha visto en la pantalla. Todo el mundo está en su lugar, desde Whedon al último mono cibernético encargado de renderizar una de las numerosas venas de los bíceps de Hulk. Crescendo tras crescendo. Cuando la orquesta para, el público (todo el público, todo) aplaude y se levanta satisfecho. Creyendo en los héroes. Al viejo estilo. Hollywood lo ha vuelto a hacer. Ovación cerrada. Y a otra cosa.
Marvel es un gigante que emprendió, obligado por la necesidad, una huida hacia delante proyectada en tres dimensiones en las pantallas de todo el mundo. Una maratón en la que marcha en cabeza, con ventaja amplia, aunque la meta aún ni se vislumbre. Tal vez, en el camino, abandone sus orígenes como editorial de cómics. Ahí estará la verdadera encrucijada, hasta qué punto el cine devorará los sueños de papel de una generación de autores que luchó muy duro para alimentar sus carteras.
Puede esta Marvel sea un monstruo corporativo sin sentimientos, pero por ahora, quienes trabajan en sus películas no han olvidado las enseñanzas de Stan, Jack y Steve. Sesenta años después, todo se reduce a eso. Ya veremos qué sucederá cuándo los nombres, las personas, se conviertan en simples placas sobre las puertas de las salas de reuniones.
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